viernes, 18 de octubre de 2013

Nueva tertulia, nuevo menú

El miércoles 23, a eso de las 7 y media de la tarde, tendremos una nueva tertulia en Peña Pintada. Hablaremos de la novela Donde dejé mi alma, de Jérôme Ferrari.

Ferrari ganó el año pasado el premio Goncourt por la novela Sermón sobre la caída de Roma.

La novela que vamos a leer juntos en Peña Pintada es anterior al gran salto a la fama de Ferrari y, en opinión de muchos, aun más potente, más afilada, más indiscutible. El autor la ha definido como un intento de hacer visible la obscenidad de toda justificación de la violencia. La novela nos sitúa en la batalla de Argel, durante tres días de 1957, en los que el nacionalista argelino Larbi Ben M'hidi es detenido por los paracaidistas franceses y, tras ser torturado, es ahorcado por el general Ausaresses (quien lo reconoció públicamente en el año 2000), aunque su muerte fue presentada como un suicidio.

Ferrari ha explicado que en este libro pretendía poner en actividad la tensión entre lo que se puede comprender y lo que no se puede aceptar. Lo cierto es que también nos empuja, página a página, hacia el lado más sombrío de nuestra propia naturaleza.

El miércoles, con unos vinos y unas cervezas, desmontaremos la novela de Ferrari.




Mientras tanto, la Librería Fuenfría ha preparado un nuevo menú de la casa.

Primer Plato:

Historia de la escritura. De Mesopotamia a nuestros días, de Louis-Jean Calvet.  9, 95

Segundo Plato:

Nadie me mata, de Javier Azpeitia. 17

Postre:

Entre líneas: el cuento o la vida, de Luis Landero. 8,95


La Historia de la escritura es un auténtico clásico, un libro de referencia, que por fin se edita en bolsillo a menos de diez euros. Un fascinante plato para el centro de la mesa, del que ir picando algo sobre ideogramas, pictogramas, sumerios. hititas, jeroglíficos egipcios o glifos mayas. Un plato combinado de signos, métodos de descifrado y enigmas para compartir. Aliñado con la difícil peripecia de lo que los niños aprenden en tan poco tiempo y la humanidad tardó siglos en conseguir. Se puede sazonar al gusto con preguntas y reflexiones en torno a por qué y para qué escribimos. ¿Son todas las escrituras de propiedad, sólo para garantizar la posesión de tierras o bienes? ¿O quizá provienen de un sentimiento grabado a punta de navaja en la corteza de un árbol o detrás de la puerta de un lavabo?




Asistió en una ocasión el librero a una charla sobre Nadie me mata, de Javier Azpeitia. Alguien dijo que la novela trataba de la reencarnación.

-¿Entonces es autobiográfica? -le preguntó el librero al autor.

-¿Por qué dices eso?

-Porque, a partir de los cuarenta años, ¿quién no ha tenido esa sensación de despertarse en el cuerpo de otra persona distinta y, encima, con mucha más barriga? ¿Quién no se siente un extraño cuando se mira al espejo o se pregunta a qué cuerpo pertenece este cansancio que nunca había sentido, estos huesos tan pesados, esta vista borrosa?

Se trata de una novela negra, con su crimen, su asesino, su víctima, su anillo, su policía que investiga, su traidor y su héroe, pero todos ellos son una misma persona, una voz que se va encarnando en cada uno de los elementos del crimen para contarnos, de una forma prismática o cubista, la historia desde dentro, como vista a través de los ojos compuestos de algún insecto (kafkiano, sin duda).

Un excelente plato fuerte que mezcla la agilidad de la narrativa negra con el espesor de los clásicos en lo que, al volver las páginas, se convierte en una inquisición sobre la identidad o, mejor dicho, sobre la fábula del yo, esa ficción solitaria, otro alfabeto indescifrable.




El postre del menú no podía ser más delicado, de sabor más intenso y duradero, que Entre líneas: el cuento o la vida, esa pieza de orfebre que le regalaron dioses, por una vez magnánimos, a Luis Landero.

Convertido en una Santísima Trinidad de Escritor-Lector-Profesor, Landero rememora su relación con los libros y lo hace de una forma tan personal, tan íntima, tan divertida y sugerente que el libro resulta inolvidable.

Puede que sean tres las veces que ya lo ha leído este librero y aún encuentra sorpresas y páginas que parecen recién escritas y añadidas al libro por un impresor travieso.

Para muestra, un botón:

Hay en todo esto un misterio grande que resolver. Me pregunto por qué las generaciones han cuidado tanto la memoria de Diógenes si Diógenes no escribió nada que se conserve, y de su filosofía sólo se saben anécdotas urbanas y reflejos de escuela. Lo de la lámpara, lo del tonel, lo que dijeron luego otros. Me pregunto por qué una hermana mía perdió la medalla de la Primera Comunión, el librito de nácar, una moneda antigua, y conservó sin embargo un ciervito de plástico que le tocó en un paquete de café. ¿Por qué olvidamos hechos decisivos, datos magníficos de mares y monarcas y recordamos el nombre de un gato, la forma de una nube, la tontería que dijo un payaso en el circo, el olor del invierno que perdura en un zócalo? ¿Conoceremos algún día la ley secreta e implacable que nos rige? Recordar a Diógenes y su tonel es ponernos todos de acuerdo sobre la forma de una nube que se borró hace siglos.
Conozco a gente que sólo tiene recuerdos fundamentales. Nada de gatos ni ciervitos, alli todo es nácar y monedas auténticas...

¡Y hasta ahí puedo leer!



¿A qué estás esperando para leerlo tú?

¿Tú recuerdas nácar y monedas o sólo ciervitos de plástico? ¿Nos ponemos de acuerdo en la forma de una nube que ya se borró hace varias tormentas?

Te esperamos el miércoles, hacia las 7 y  media u 8 en Peña Pintada.

domingo, 13 de octubre de 2013

México lindo, novela por entregas. Capítulo primero

De su viaje a México el librero tarambana ha vuelto repleto de vagos, perezosos recuerdos, duraderas nostalgias y arrepentimientos fugaces.

En Cercedilla, al frente de Fuenfría se han quedado la librera y el librero esfinge.

Eduardo, el librero esfinge


El tarambana se despide de la librera


El tarambana ha ido a Xalapa a un "viaje de escritores", al Festival de Hay, y luego a Ciudad de México a promocionar una novela en la que lo único que se lee con interés es lo que no está escrito.

"Viaje de escritores" suena a aullido: he visto a los mejores cerebros de mi generación derribados en salas de espera, desplomados por el tequila, descalzos bajo vigilancia policial; los he visto beber naranjadas radiactivas, acurrucarse con un antifaz puesto, corretear hacia puertas de embarque con el cinturón sujeto entre los dientes y los pantalones colgando. He visto adustos narradores del páramo leonés hechizados, bailando cumbias y merengues con frutales escritoras de verso libre y caderas irrefutables. He visto taxis repletos de galardonados atravesando al amanecer calles desiertas, en busca de la penúltima copa, el penúltimo poeta de provincias de mirada turbia, la penúltima lectora compasiva. He oído los gritos de auxilio de dos jóvenes escritoras atrapadas de noche en un parque cerrado con cadenas y candados. He visto a los mejores talentos narrativos de mi generación como en un campamento de verano, con sus peleas de almohadas, sus pijama-parties, sus traviesos recorridos de puntillas a lo largo del pasillo del hotel, hacia la puerta entreabierta de la habitación de un trémulo vanguardista o de una pizpireta cultivadora del micro-relato; he visto sus tejemanejes, sus escaramuzas, sus refriegas y sus reconciliaciones... Oh, the things we,ve seen!

A todo eso suena, inevitablemente.

Antes los castigos a las travesuras de escritores viajeros estaban en manos de Dios Nuestro Señor, que no necesita ni palo ni piedra. Ahora en cambio la penitencia queda al antojo de las compañías aéreas, que carecen de misericordia. Registros, restricciones, esperas, colas, cacheos y otras medidas de una perfidia púnica. Al poner el pie en un aeropuerto, ¡abandona toda esperanza, pasajero, tú que viajas!

¿Habrá región más inhóspita que un lugar que tiene capilla, pero no sala de fumadores? ¿Qué corazón de piedra pómez pondría todos los medios a su alcance para satisfacer de inmediato el capricho de quien quiera comulgar, pero no el de quien quiera echarse un cigarrillo?

Tras una espera interminable, llegó el librero al mostrador de facturación, donde le dieron paradójicas razones o quizá fueran cuánticas:

--Aquí tienes la tarjeta de embarque para el vuelo a México, pero el vuelo de México a Veracruz ya lo has perdido, te voy a dar un vale para un hotel del aeropuerto y sales mañana en el de las seis de la mañana.

--¿Cómo voy a haber perdido ya un vuelo que sale dentro de quince horas?

--Hazme caso, ya lo has perdido --aseguró, como si le dijera que ya había perdido su alma, con la frialdad de quien se limita a constatar un hecho.

El librero vio detrás, en la cola, todavía a mucha distancia del mostrador, a dos escritores jóvenes. Les advirtió: hemos perdido el siguiente vuelo, el que saldrá está noche de México a Veracruz, salimos mañana a las seis.

--Dime que no es cierto --le suplicó Andrés Neuman.

--Vale, pues no es cierto todavía, pero lo será.

--Dime que todo esto no está sucediendo --insistió Neuman.

--Vale, pero sucederá en unas horas...

--Dime que todo esto sólo es una realidad alternativa --requirió el narrador porteño.

--Vale, Neuman, pero me voy a fumar ahí fuera, ahora nos vemos.

--Nosotros no nos quedaremos en tierra --afirmó Neuman, poniendo la mano en el hombro de Daniel Gascón--. No nos rendiremos. Correremos veloces y abordaremos ese avión a Veracruz,¡ por Tutatis!; nosotros lo lograremos, Reig, ya lo verás... somos jóvenes y rápidos, nada nos detendrá, somos valientes y decididos...

Allí los dejó el librero, haciendo votos y juramentos de que tomarían ese avión o dejarían la vida en el empeño.

Se echó un cigarrito, imaginando a Neuman y su cantimplora de poción mágica que le da fuerzas sobrehumanas para abordar aviones y resistir ahora y siempre al invasor.

El irreductible Neuman


Cuando apagó el cigarrillo ya volvían entusiastas, con la tarjeta de embarque del segundo vuelo en la mano, y Neuman dándole ánimos a Gascón, más bien escéptico y de buen conformar. Neuman, con un abrigo de espiguilla corto y volandero, a veces recordaba a Charles Chaplin, aunque en seguida recuperaba su aspecto de irreductible Astérix. Gascón, como su propio nombre indica, parecía uno de los tres mosqueteros de la reina. Al librero le recordaba al buen amigo Portos.


Daniel Gascón, el escéptico alegre


Luego el librero jugó al ajedrez con Neuman, que tenía la partida ganada, pero no se decidía a sacrificar un peón. El librero pensaba que, si insistía en conservar los tres peones, frente a su alfil bien colocado, las tablas eran inevitables. En cuanto sacrificara uno (o quizá cualquiera de ellos, aunque el más prescindible era el de la columna h), el librero estaba perdido en dos o tres jugadas.

Ah, los peligros del idealismo...

Neuman siguió, empecinado, intentando hacer una tortilla sin romper los huevos, hasta que llamaron a embarcar.

--Tú ganas, Neuman --aceptó el librero--. Basta con entregar un peón para ganar, así que uno-cero, has ganado tú.

El librero se sentó casi al lado de Gascón, con una señora por medio. Así transcurrieron doce interminables horas de vuelo. Gascón corregía una traducción, infatigable, porque cada vez que el librero despertaba veía su rotulador rojo añadiendo enmiendas.

Cuando aterrizó el avión, Neuman tenía ya un pie fuera y la maleta en la mano, dispuesto a correr, con la ayuda del fiel Portos, para saltar en marcha al avión que iba a Veracruz.

El librero se quedó en la cola de Inmigración con los escritores de avanzada edad: Rafael Chirbes y Vicente Molina Foix.

Los tres nos pusimos nuestras gafas de leer para rellenar formularios enigmáticos y algo indiscretos.

--¿"Vía de internación"? Reig, ¿tú crees que un caballero está obligado a confesar su vía de internación? --se asombraba Chirbes--. A mí no me parece decente.

--Pon que aérea --le sugería Molina Fuá.

--¿Internación por el aire? Bueno, eso no compromete a nada, supongo.

A Chirbes le interceptaron en seguida y el librero y Molina Fuá tuvieron que esperar a que la policía le dejara en libertad, de modo que casi la una de la madrugada serían cuando los tres ciudadanos de avanzada edad alcanzaron el hotel del aeropuerto.

--¿Estamos en México? --preguntó Chirbes.

--Sin duda.

--No puede ser, no hemos tomado tequila.

Así que, como primera providencia, el librero y Chirbes se hicieron fuertes en la barra del bar y se pusieron a beber tequila para confirmar que estaban en suelo mexicano.

--Mira el gordito, Reig, eso es amor, para que sepas en qué consiste, que tú no tendrás ni idea. Cómo mira a la cantante. La sigue desde hace tiempo por todos los antros donde ella canta, bares de aeropuerto como éste, gasolineras, clubs de baja estofa... tú no conoces la palabra estofa, Reig, admítelo; o sí la conoces, no te atreves a emplearla... él siempre va muy arreglado, para lo que él acostumbra, date cuenta. Mira qué ojos de ternero degollado, mira y aprende.

El librero no puede dejar de escuchar a Chirbes y así ver el mundo pasado a limpio por la imaginación del gran escritor.

Molina Fua, el polígrafo y cineasta ilicitano, mientras tanto, hacia gestiones desesperadas.

--No es posible para mí levantarme a las cuatro de la mañana --decía--. Sería un mal comienzo para el Festival. Voy a llamar a la organización...

Vicente Molina Fuá, tras haber dormido


En esto, a lo lejos, vieron unas caras conocidas.

--¡Son los muchachos!

El irreductible Astérix y el buen Portos habían perdido el avión, sin que ella mitigara en lo más mínimo su entusiasmo. Al fin y al cabo, tal y como explicó Neuman, se trataba de un cúmulo de fortuitas circunstancias, imprevistos, casualidades, conspiraciones catastróficas y averías técnicas. Sólo eso les había hecho perder el avión, así que, en cierto modo, no es que ellos lo hubieran perdido, sino que el avión les había perdido a ellos, que era algo muy distinto. Así que, en ese caso, que se fastidiara el avión.

El librero durmió un par de horas y oyó golpear en la puerta.

Era Chirbes.

--Ven, Reig, en mi habitación ha habido un tiroteo.

--¿Un tiroteo? ¿Ahora?

--Reciente, muy reciente, vamos a examinarlo.

El librero le acompañó y el gran narrador le enseñó unas muescas en el azulejo del baño.

--¿Lo ves? Disparos. Calibre 22, da la impresión. Fíjate en estas manchas: ¡sangre! Humana, bastante reciente, a juzgar por el color. Si calculas la trayectoria de la bala, comprenderás que alguien que estaba de pie disparó contra otra persona que se hallaba sentada en el váter. Triste asunto, ¿verdad? Quizá pudo evitar la muerte, de un salto, pero entonces se estrellaría de cara contra el bidet, otro triste asunto, muy triste, rostro desfigurado, quizá la mandíbula partida...

--Chirbes, es hora de ir al aeropuerto.

--Venga, te invito a unos huevos rancheros con tequila, el desayuno de los campeones.

--¿Y Molina Fuá?

--Necesita descanso.

Chirbes, el gran fabulador

Tras otro vuelo y una hora en coche, los desamparados escritores llegaron al hotel de Xalapa a las nueve y media de la mañana. Al librero le dieron la habitación 1044. Cuando intentó abrir la puerta, como es habitual, aquella tarjeta no funcionaba. Probó varias veces, hasta que la puerta se abrió desde dentro.

--¿Perdón?

--Perdón...

--¿Qué quería usted?

--Esta es mi habitación, la 1044.

--¿Seguro? También es la mía, la 1044. De hecho, yo ya estoy dentro.

En eso el librero tuvo que admitir que ella tenía razón.

--¿Nos habrán dado la misma habitación a los dos? --preguntó el librero.

--¿Usted cree que la organización del Festival pretende que durmamos juntos? Me sorprendería.

Tenía el pelo mojado, estaba descalza y el librero no sabría decir si su mirada era soñadora o quizá melancólica.

--Pues en ese caso deberíamos presentarnos.

--Soy una escritora argentina --y dijo un nombre.

--Encantado, soy un librero de Cercedilla.

La cortina estaba echada, pero la ventana abierta. Entraba una brisa alegre, así que cerramos la puerta.

(Continuará)